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jueves, 27 de octubre de 2016

La extrema falta de higiene en la edad media



En las películas de Hollywood ambientadas en la Edad Media acostumbramos a ver a nobles acaudalados y hermosas damas bien peinadas y llenas de joyas, vistiendo ropas que destacan por su pulcritud y blancura. Pero todo es mentira, pues en realidad el pasado fue una época en la que no a muchos les hubiera gustado vivir, entre la caída del Imperio Romano, allá por el año 476 y hasta el descubrimiento de América, en 1492, la higiene personal no era considerada una prioridad que digamos.


Los médicos tenían la creencia de que el agua, sobre todo la caliente, debilitaba los órganos, dejando el cuerpo expuesto a condiciones insalubres y que, de llegar a penetrar por los poros, podría transmitir todo tipo de enfermedades. Incluso llegó a extenderse la idea de que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades y que, por lo tanto, el aseo personal debía de hacerse “en seco”, solamente con una toalla limpia para frotar las partes expuestas del cuerpo.


Los médicos solían recomendar que los niños se limpiaran el rostro con una tela blanca para limpiar el sebo, pero no en demasía para evitar retirar el color “natural” (sucio) de la piel. En realidad, los galenos consideraban que el agua era perjudicial para la vista, que podía provocar dolor dental y catarros, empalidecía el rostro y dejaba los cuerpos más sensibles al frio durante el invierno y la piel reseca en verano. Además, la Iglesia condenaba el baño por considerarlo un lujo innecesario y pecaminoso.


La falta de higiene no era una costumbre exclusiva de los pobres, el rechazo por el agua llegaba a las esferas más altas de la sociedad. Las damas más entusiastas del aseo tomaban baño, cuando mucho, dos veces por año, y el propio monarca sólo lo hacía por prescripción médica y con las debidas precauciones.


Los baños, cuando tenían lugar, eran tomados en una tina enorme llena de agua caliente. El padre de la familia era el primero en tomarlo, luego lo otros hombres de la casa por orden de edad y después las mujeres, también por orden de edad. Al final llegaba en turno de los niños y bebés que incluso podían perderse dentro del agua sucia. No es de extrañar que los niños de aquella época tuvieran un desagrado por el baño.


Todo era reciclar. Había gente dedicada especialmente a recoger los excrementos de las fosas sépticas para venderlos como abono. Los tintoreros guardaban la orina en grandes recipientes, que después utilizaban para lavar pieles y blanquear telas. Los huesos también eran triturados para hacerlos abono. Aquello que no se reciclaba era tirado a la calle, porque los servicios públicos de limpieza urbana y sanidad no existían o eran insuficientes. Las personas tiraban su basura y residuos en cubetas por las puertas de sus casas o castillos. Imagínate la escena: el sujeto despertaba por la mañana, tomaba el orinal y lanzaba el contenido por su propia ventana.


La pestilencia que las personas desprendían por debajo de sus ropas era disipada por los abanicos. Pero sólo los nobles tenían el privilegio de poseer lacayos para hacer dicho trabajo. Además de dispar el aire, también servían para ahuyentar los insectos que se acumulaban alrededor. El típico príncipe de cuento de hadas hedía más que su caballo.


En la Edad Media la mayoría de los matrimonios se celebraban en el mes de junio, de forma que coincidiera con el verano boreal. La razón era simple: el primer baño del año era tomado en mayo; así, en junio, la hediondez de la persona (en este caso los novios) era todavía tolerable. 


De cualquier forma, como algunas personas apestaban más que otras o simplemente se rehusaban a tomar el baño, las novias solían llevar ramos de flores al lado de su cuerpo en los carruajes para disfrazar el mal olor. Volviéndose, entonces, una costumbre celebrar los matrimonios en mayo, después del primer baño. No es casualidad que mayo sea considerado el mes de las novias y que de allí naciera la tradición del ramo de flores.


En los palacios y casas de familia la existencia de baños era prácticamente nula. Cuando surgía el llamado de la naturaleza, el fondo del patio o un matorral eran los elegidos, según la preferencia de la persona. No era raro también ver a alguien cagando en las calles. Los sistemas de drenaje aun no existían; por lo que las ciudades medievales eran verdaderos depósitos de basura y excrementos. Las grandes metrópolis como Londres o París podían ser consideradas en aquel tiempo como algunos de los lugares más sucios del mundo.


Los más ricos poseían platos de estaño. Ciertos alimentos oxidaban el material llevando a mucha gente a morir envenenada, sin saber por qué. Los tomates muy ácidos provocaban este efecto y pasaron a ser considerados tóxicos durante mucho tiempo. 


Con las copas ocurría lo mismo: el contacto con el whisky o la cerveza hacía que el individuo entrara en un estado de narcolepsia provocado tanto por el alcohol como por el estaño. Alguien que pasara por la calle y viera a otra persona en este estado podía pensar que estaba muerto y luego preparaban el entierro. El cuerpo era colocado sobre la mesa de la cocina durante algunos días, mientras que la familia comía y bebía esperando a que el “muerto” volviera a la vida o no. Fue de aquí que surgió la costumbre de velar al muerto.


El rey Enrique VIII, famoso por romper con la Iglesia Romana y por haberse casado en seis ocasiones, tenía más de 200 empleados que le servían como cocineros, cargadores, agitadores, etc. 


Pero los sirvientes con la peor de las suertes eran aquellos que debían cuidar de las “necesidades” del rey: tenían que despiojarlo una vez al día, limpiarle el trasero luego de que hiciera sus necesidades y lavar sus partes íntimas mientras el rey estaba sentado e inclusive, cuando la reina estaba embarazada y el monarca tenía ciertas necesidades, uno de los sirvientes –hombre o mujer– debía “echarse una cascarita” con el rey. Esto, por supuesto, era hecho en frente de varias personas, que después del “acto” cambiaban sus ropas.


Sin embargo, incluso ante toda esta porquería, cuando un noble viajero o cualquier miembro de la nobleza se presentaban ante el rey o la reina, se debía inclinar en señal de veneración, y si por cualquier motivo esa persona, en ese justo momento, tenía que libertar una flatulencia frente al monarca, la pena era el destierro. 


El desafortunado flatulento era enviado lejos y no podía volver durante 7 años, y eso si el rey admitía su retorno. Esto muy probablemente dio origen a la vergüenza y desaprobación de peerse frente a otros, pese a que es un acto natural y común a todos los mamíferos.



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