Obsequiaba y pretendía cierto elegante e inspirado poeta a una viuda guapa, alegre y discretísima.
A menudo iba a visitarla. Se entusiasmaba mucho, le echaba mil piropos, le declaraba su atrevido pensamiento y le rogaba no fuese con él dura de corazón.
La viuda se sentía halagada, pero como no amaba al poeta y no quería ceder, aunque tampoco quería despedirle, le traía entretenido y embelesado, valiéndose para ello de mil retrecheras habilidades.
Un día, el poeta, estando a solas con la viuda, se entusiasmó de tal suerte y habló con tan vehemente y fervorosa elocuencia, que lo más sonoro y florido de lo que tenía en las entrañas se le extravió y se le escapó traidoramente por otras vías y conductos, retumbando como un trueno.
Es indescriptible el sonrojo que tamaño percance causó al vate enamorado. Trató, sin embargo, de disimular y de hacer creer que el ruido era de otro género y había sido causado por la silla en que se sentaba.
Entonces movió la silla de mil suertes y la arrastró contra el suelo, procurando en balde producir un ruido algo semejante al que tanto le avergonzaba.
Viéndole la viuda en aquella inquietud y en aquella brega, tuvo compasión de él y le dijo con amable sonrisa:
-No se canse usted, mi querido poeta, es imposible: no encontrará usted el consonante.
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