De vuelta a su lugar cierto joven estudiante muy atiborrado de doctrina y con el entendimiento más aguzado que punta de lezna, quiso lucirse mientras almorzaba con su padre y su madre. De un par de huevos pasados por agua que había en un plato escondió uno con ligereza. Luego preguntó a su padre:
-¿Cuántos huevos hay en el plato?
El padre contestó:
-Uno.
El estudiante puso en el plato el otro que tenía en la mano diciendo:
-¿Y ahora cuántos hay?
El padre volvió a contestar:
-Dos.
-Pues entonces -replicó el estudiante,- dos que hay ahora y uno que había antes suman tres. Luego son tres los huevos que hay en el plato.
El padre se maravilló mucho del saber de su hijo, se quedó atortolado y no atinó a desenredarse del sofisma. El sentido de la vista le persuadía de que allí no había más que dos huevos; pero la dialéctica especulativa y profunda le inclinaba a afirmar que había tres.
La madre decidió al fin la cuestión prácticamente. Puso un huevo en el plato de su marido para que se le comiera; tomó otro huevo para ella, y dijo a su sabio vástago:
-El tercero cómetele tú.
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